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Animales de compañía

Unos días inolvidables

Juan Manuel de Prada

Viernes, 09 de Mayo 2025, 11:14h

Tiempo de lectura: 3 min

La muerte de Francisco y la celebración del cónclave me han traído a la memoria los días inolvidables que viví en Roma, enviado por el diario ABC, tras la muerte de Juan Pablo II, para escribir crónicas hasta el inicio del pontificado de Benedicto XVI. Fueron, en total, algo más de tres semanas que dejaron una huella muy honda en mi alma, no tanto por las emociones vividas (que, desde luego, fueron hitos del corazón) como por lo mucho que aprendí sobre los entresijos vaticanos, que contribuyeron a atemperar un tanto mis exaltaciones juveniles.

Esa estadía en Roma contribuyó a atemperar un tanto mis exaltaciones juveniles

A Roma me envió ABC –dirigido a la sazón por Ignacio Camacho– para hacer crónicas de pura divagación y lujo literario. Pero yo era amigo de un obispo auxiliar de Madrid, don Eugenio Romero Pose, hombre de gran finura intelectual (hacía de negro para Rouco, de prosa más pedregosa) y de corazón ancho como un latifundio, que me distinguía inmerecidamente con su predilección y me facilitó unos pocos, muy pocos, teléfonos capaces de abrirme todas las puertas en Roma, incluso las más reservadas. Así conseguí, por ejemplo, una resonante entrevista exclusiva con Joaquín Navarro Valls, quien fuera el todopoderoso portavoz de la Santa Sede durante el papado de Juan Pablo II. También tuve ocasión de entrevistar, antes y después del cónclave, a varios cardenales y otras personalidades eclesiásticas de alto relieve (aunque algunas se me antojaron más bien de bajorrelieve, por su escaso interés humano).

Pero el contacto más valioso que don Eugenio Romero me proporcionó entonces fue el de Giovanni Maria Vian, un catedrático de literatura patrística en la Universidad de La Sapienza, sagacísimo historiador del papado, un intelectual católico nada meapilas, sarcástico y hasta malévolo cuando se trataba de desnudar las vergüenzas eclesiásticas, de una inteligencia penetrante, divertida y vivaz. Vian tenía una visión de águila de la realidad eclesial; y mientras todos los plumillas botarates que pululaban por Roma andaban haciendo absurdas quinielas de 'papables', me aconsejó que me dejase de chismorreos de portera y que me centrase en Ratzinger, su candidato predilecto. Así lo hice, de lo que se aprovecharon los lectores de ABC, que no tuvieron que andar leyendo lucubraciones paletas y estériles; y, en cambio, a través de mis crónicas pudieron conocer las mocedades de Ratzinger, sus principales inquietudes teológicas y también a sus colaboradores más estrechos, que me ofrecieron una visión inédita del cardenal, llena de aspectos por entonces desconocidos. A Ratzinger le gustaba mucho la pasta picante (como a mí), y también los gatos callejeros, a quienes siempre daba algo de comida, que llevaba en su maletín cada mañana, antes de ir a su despacho en la Congregación para la Doctrina de la Fe. La afición por los gatos –luego lo iría descubriendo– revela al hombre de inteligencia superior y delicada sensibilidad.

Con Giovanni Maria Vian cenaba casi todas las noches en un restaurante de la calle Bruno Buozzi, cercano al hotel donde me hospedaba (y también a la sede del Opus Dei), donde se comía maravillosamente y se bebían unos vinos muy católicos, casi eucarísticos, que nos aflojaban la lengua y nos calentaban el corazón. Vian hablaba un español correctísimo, que le permitía polemizar conmigo constantemente; pero no al modo español, que siempre es algo bronco y descastado, sino con esa finezza italiana que es a la vez apasionada y exquisita, en un delicado equilibrio que siempre se resuelve en ironía y eutrapelia. Vian le tenía una tirria importante a Juan Pablo II, a quien yo profesaba una admiración un poco cerril (siempre el español es más papista que el Papa); y en cambio adoraba al cardenal Ratzinger, a quien yo miraba con recelos, porque me parecía demasiado encaramado en sus palomares intelectuales. Al poco, Vian acabaría siendo designado por Benedicto XVI director de L’Osservatore Romano, para restaurar la dignidad del periódico pontificio; y, seguramente rememorando aquellas cenas romanas en las que tan ardiente y amistosamente discutíamos, me pidió que colaborase en sus páginas. Por supuesto, en primer lugar me solicitó que escribiese un panegírico del difunto papa polaco, a quien él había aprendido a amar, siquiera un poquito, por contagio de su amigo español. En estos pequeños detalles también se nota la finezza italiana.

Fueron días inolvidables que guardo en el tabernáculo del corazón, durante los cuales escribí crónicas en estado de gracia, exitosísimas y de un estilazo arrollador, por las que me dieron el premio Mariano de Cavia, que no es moco de pavo. ¡Oh tempora, oh mores!


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