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Pequeñas infamias

Sísifo feliz

Carmen Posadas

Viernes, 09 de Mayo 2025, 11:14h

Tiempo de lectura: 3 min

Una de mis metáforas filosóficas favoritas es la que plantea Albert Camus en su ensayo El mito de Sísifo. Según él, el ser humano es como aquel rey de Corinto condenado por los dioses al eterno castigo de  empujar una enorme roca hasta lo alto de una montaña a sabiendas de que,  una vez que llegue a la cima, la roca indefectiblemente rodaría pendiente abajo y vuelta a empezar. 

Al calendario se le pueden hacer muy pocas trampas y a la muerte, ninguna. Aun así, el dios 'Wellness' arrasa por doquier

Camus utilizó esta imagen para hablar del sinsentido de la existencia y afirmar que, si no hay un Dios que le confiera razón y finalidad, la vida es absurda y cada uno puede hacer con ella lo que quiera. Esta es, grosso modo, la idea en la que se basa el existencialismo: nada tiene sentido y sabemos que la roca caerá de nuevo, pero el ser humano, si es inteligente, debe seguir en su absurda tarea como si nada. Porque, aunque no exista Dios, lo que da sentido al sinsentido es hacer lo que uno debe hacer sin esperar nada a cambio, solo por el prurito y la responsabilidad, y en ello está la recompensa.

Como comprenderán, esta teoría brillante no es precisamente fácil de comprender y menos aún de abrazar. Por eso,  desde que uno de los precursores del existencialismo, Friedrich Nietzsche, decretara que Dios había muerto, la gente se ha dedicado a buscar sucedáneos que sustituyan a ese ser superior que antes daba sentido a esto tan incomprensible que es la vida. Podría mencionarles ahora varios de los sucedáneos más habituales que  la gente busca, como el esoterismo, el espiritismo o la astrología. Pero de lo que quiero hablarles hoy es de otro dios tan venerado como tiránico e inmisericorde: el culto al cuerpo, deidad, por cierto, a la que todos hemos sucumbido.

En mayor o menor medida, cada cual anda por ahí persiguiendo esa esquiva zanahoria  a la que ahora llaman «convertirse en la mejor versión de mí mismo». Y si lograrlo entraña beber infinitos brebajes verdes tan saludables como repugnantes, levantarse antes de que raye el alba a machacarse meniscos y articulaciones o, si es perentorio,  dejarse la hijuela en terapias antiaging y cirugías varias, mejor que mejor. Porque esta es la nueva versión del mito de Sísifo: para parar el reloj y jugar a ser inmortales es necesario cargar con la enorme piedra de nuestro hedonismo montaña arriba a sabiendas de que al calendario se le pueden hacer muy pocas trampas y a la muerte, ninguna. Aun así, el dios Wellness arrasa por doquier.

Según el Global Economy Monitor, la cultura del bienestar mueve 6,3 billones de euros, por delante incluso de industrias tan prósperas como la farmacéutica o la deportiva (que, por cierto, son complementarias de la del wellness). Dado el panorama, hay dos opciones que elegir: entregarse en cuerpo y alma a nuestra nueva deidad o hacer un canto a la autocomplacencia, carcajearse de los prosélitos la vida sana, declararse enemigo mortal de los batidos de acelga con jengibre, de las mancuernas de siete kilos y de los recauchutados. ¿Cuál es su opción? Le contaré cuál es la mía.

Yo soy existencialista. Es decir, al igual que Sísifo, sé que cargar con la maldita roca es fútil y que indefectiblemente rodará ladera abajo de mis muchas vanidades. Pero aún así seguiré empujándola porque, como decía Camus, el premio no está en coronar la cima (inalcanzable, por otro lado), sino en hacer, en todos los aspectos de la vida, las cosas lo mejor que uno pueda. Ya sea mantener un aspecto digno el mayor tiempo posible o, hablando de forma más amplia, ser una persona íntegra, cabal, respetuosa con los demás. Y si, a pesar de tantos esfuerzos resulta que uno no lo consigue, siempre queda otro consuelo al que también aludía Camus en su ensayo. Él sostiene que la recompensa no está en llegar arriba, sino en aprender a disfrutar del camino mientras uno resuella, suda, se desespera, cae y se vuelve a levantar con el pedrusco de marras a cuestas. Porque existe un Sísifo feliz. Uno cuya felicidad nada tiene que ver con el masoquismo ni el autoflagelo, sino con darse cuenta de que el truco está en aceptar lo fútil de nuestros intentos a sabiendas de que «la lucha por alcanzar la cumbre es suficiente para llenar el corazón de cualquier ser humano». Haya o no haya vida después de la vida y exista o no premio ulterior.


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