Edición

Borrar
Patente de corso

Una historia de Europa (CV)

Arturo Pérez-Reverte

Viernes, 09 de Mayo 2025, 11:15h

Tiempo de lectura: 3 min

Belle époque, llaman algunos a aquel período de la historia de Europa; pero otros prefieren el término paz armada. Y el caso es que de ambas hubo. Desde la desaparición del canciller Bismarck (1890) y su sistema político, las relaciones internacionales parecían abocadas, imperialismo británico versus imperialismo alemán con Francia de por medio, a darse leña hasta en el carnet de identidad. Pero de momento, mientras discretamente unos y otros fabricaban armamento a toda mecha, la Europa oficial bailaba el vals y el cancán, aumentaba en un tercio su población y alcanzaba cimas de desarrollo económico, cultural, político y social sólo comparables a las que alcanzaría medio siglo más tarde, después de las grandes catástrofes que venían de camino, a partir de los años 60. En todos los aspectos, Europa era la monda. Teorías revolucionarias como la relatividad de Einstein, los quantas de Planck o el psicoanálisis de Freud ponían patas arriba el pensamiento tradicional, haciéndose asombrosamente populares. También las nuevas tendencias artísticas (literatura, artes plásticas, música) renovaban el concepto de la cultura. Además, novedades tecnológicas como la electricidad, el teléfono, el metro o el cinematógrafo cambiaban la vida ciudadana, hacían posible la difusión científica e intelectual y convertían las grandes capitales como París y Viena en lugares de moda cosmopolita que otra gran potencia transatlántica emergente, Estados Unidos (por entonces todavía sólo un paleto con mucho dinero), se esforzaba en imitar. Toda Europa, en fin, o al menos su parte más destacada y visible, era un continente de vanguardia, hasta el punto de que algunos pensadores de la época empezaban a manejar en serio la idea de que las fronteras interiores eran artificiales, retrógradas y absurdas. Pero cuidado; no todo era jolgorio social, ni mucho menos. La inevitable modernidad política estaba dando paso, paralelamente al poderoso nacionalismo de las potencias, a otro sentimiento nacional más modesto pero también ambicioso: el de las pequeñas naciones que aspiraban a regir sus propios destinos. Y así, entre grandes y chicos, por debajo de la aparente fiesta general el ambiente se iba emputeciendo con tensiones regionales, xenofobia y antisemitismo, sin que las corrientes pacifistas y de solidaridad internacional (El patriotismo es un atraso inoportuno y perjudicial, escribió el ruso León Tolstói), ni las conferencias, exposiciones y congresos que se habían puesto de moda, fueran contrapeso suficiente. El intento más notable, que el tiempo desvirtuaría mucho pero que se mantuvo hasta hoy, fue el de los Juegos Olímpicos, restaurados en 1896 por Pierre de Coubertin según idea de la Oficina Internacional de la Paz instalada en Suiza, que proponía encuentros atléticos entre estudiantes occidentales para favorecer el conocimiento mutuo y la paz mundial. Pero tampoco fue moco de pavo, en tal registro, la actividad de la II Internacional de trabajadores, de carácter socialista, paladín principal del pacifismo en esa época, que mantuvo una intensa actividad destinada a la juventud, a los currantes y a la situación laboral y doméstica de las mujeres. El problema fue que esas tendencias antibélicas (el francés Jean Jaurès propuso hacer huelga general si estallaba una guerra) se veían minadas por las tensiones internas en el seno mismo de la organización: antes que internacionalistas, o por encima de ello, la mayor parte de los partidos inscritos se sentían alemanes, austríacos, italianos, belgas, españoles o franceses. Así que a la hora de la verdad allí cada perro se lamía su órgano, hasta el punto de que a pacifistas como Jaurès acabaron dándoles matarile sus propios colegas. A Dios y la religión, que tanto habían marcado la historia de Europa, tampoco podemos dejarlos aparte; pues aunque muy rebajado, su poder terrenal seguía siendo enorme. El Dios ha muerto de Friedrich Nietzsche era más una frase que una realidad: destacados intelectuales declaraban su conciencia religiosa y el catolicismo no asumía del todo los nuevos tiempos, conservando en España, Portugal, Austria, Croacia, Eslovaquia, Polonia, Italia y buena parte de Francia una enorme influencia política y social. En aquel incierto amanecer del siglo, fiel a su añejo estilo, la Iglesia católica no renunciaba a controlar vidas y costumbres desde los púlpitos, las escuelas y los confesonarios. Lo resume bien la persona del papa Pío X (elegido en 1903), que detuvo las reformas emprendidas por su predecesor León XIII y mantuvo un agrio enfrentamiento con la palabra modernidad.

[Continuará].

MÁS DE XLSEMANAL