Viernes, 12 de Diciembre 2025, 10:19h
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Supongo que los extranjeros en Estados Unidos nunca acabamos de entender la excitación que sienten los norteamericanos por Thanksgiving. Vemos a niños por la calle vestidos de peregrinos, las tiendas llenas de pavos y salsas y pasteles. La gente preocupada por dónde ir ese día, quién preparará la comida, quién traerá el postre, ¿familia y amigos?, ¿sólo familia? ¿Se invita también al primo que acaba de salir de rehab? ¿Al hermano recién divorciado o a la excuñada que siempre trae el mejor relleno para el pavo según una receta familiar? ¿Habrá este año otra discusión sobre lo que ocurrió hace veinte años en otra celebración como esta, como muestran las innumerables películas sobre el tema?
Ese tránsito de pedir a 'dar' no es casual: es el gesto retórico mediante el cual una nación oculta su violencia originaria bajo el manto de la gratitud y el relleno del pavo y la salsa de arándanos
Y entonces un día, antes de viajar 300 millas para comer pavo (probablemente la más seca y sosa de las aves), se nos ocurre escarbar un poco en la versión no maquillada de los orígenes de la celebración. Y lo que encontramos es tristemente sorprendente porque el Día de Acción de Gracias opera como una ficción fundacional tan perfectamente construida que ha conseguido naturalizarse hasta parecer inocente. Ese tránsito de pedir a 'dar' no es casual: es el gesto retórico mediante el cual una nación oculta su violencia originaria bajo el manto de la gratitud y el relleno del pavo y la salsa de arándanos.
La investigación de la historiadora Joanne Barker expone la fisura entre la celebración folclórica y la realidad histórica: en 1637, John Winthrop celebró un banquete para honrar a milicianos que regresaban de masacrar a setecientos pequots –hombres, mujeres, niños–. Esa es la 'primera' Acción de Gracias. No un encuentro pacífico entre peregrinos hambrientos e indígenas generosos que comparten su comida, sino un festín para celebrar el exterminio.
¿Por qué este dato resulta impronunciable en la mesa familiar y, por supuesto, no se enseña en las escuelas? Porque reconocerlo destruiría el relato que sostiene la identidad nacional estadounidense. El mito del Thanksgiving funciona como amnesia organizada: transforma a colonos en víctimas agradecidas, convierte la apropiación territorial en intercambio benévolo, borra la masacre con maíz, boniatos y tarta de calabaza.
La tradición se instituyó federalmente en 1863, en plena guerra civil, cuando Lincoln necesitaba un símbolo de unidad nacional. Para entonces, la narrativa ya estaba petrificada: los pilgrims daban gracias por sobrevivir gracias a 'los indios' que les enseñaron a cultivar. Nótese la gramática: los colonos son sujetos activos que agradecen; los indígenas, objetos pasivos que 'enseñan' antes de desvanecerse convenientemente del relato.
La pregunta no es solo por qué se omite la masacre, sino qué función cumple esa omisión. Como nuestro Día de la Hispanidad, Thanksgiving no celebra la gratitud; celebra la capacidad de una nación para olvidar selectivamente, para convertir genocidio en folclore, para disfrazar conquista de hospitalidad. Es, en última instancia, una liturgia del olvido.
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