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Patente de corso

Aquel director que tuve

Arturo Pérez-Reverte

Jueves, 11 de Diciembre 2025, 14:03h

Tiempo de lectura: 4 min

Murió hace un par de meses, a los 93 años, y me dejó un agujero de melancolía en el corazón. En mi vida como reportero, mientras lo fui, tuve jefes mejores y peores, directores respetables e infames que me fueron indiferentes o llegaron a ser mis amigos. Gente que daba la cara por mí cuando para conseguir una información me metía en líos, o que me dejaba tirado para congraciarse con quien mandara entonces. Los conocí de todas clases, y de casi todos guardo un buen recuerdo. Pero con ninguno tuve una deuda de gratitud como la que tengo con Luis Ángel de la Viuda. Y como en mi mundo las deudas se pagan, quiero pagarla con esta página. 

Con su respaldo y complicidad viví el final de un duro mundo colonial que hoy sólo es posible imaginar mediante las novelas o el cine

Luis Ángel, director del diario Pueblo entre 1975 y 1976, me mandó como enviado especial al Sáhara español cuando yo tenía 23 años. Fui para quince días y me quedé siete meses, desde los primeros incidentes en el territorio hasta el abandono y entrega a Marruecos. Durante ese tiempo mandé al menos una crónica diaria; y aunque tenía dos años de experiencia en conflictos internacionales, fue en el Sáhara donde maduré como reportero. Viviendo en el Parador de El Aaiún, con amigos en la Legión, Policía Territorial y Tropas Nómadas, con acceso al Estado Mayor, habitual del cabaret nocturno El Oasis y de locales frecuentados por la tropa, hice contactos útiles entre jefes, oficiales, soldados y tropas indígenas. Fui el periodista que más tiempo estuvo allí, el más veterano del Sáhara pese a mi juventud. Cubrí los incidentes fronterizos, la Marcha Verde y el comienzo de la guerra. Todo eso hice, y algunas cosas más. Cumplí bien y estoy orgulloso de ello.

Mientras tanto, Luis Ángel me cuidaba desde Madrid. Era de esos directores que animan, que no pasan por alto felicitarte por una firma en primera página. Mandaba telegramas de aliento, informaba a mis padres, procuraba que no me faltase con qué pagar los miles de copas con que invité a quienes entre putas y borracheras me contaban sus vidas. Con su respaldo anduve con nómadas y territoriales, uniformado como ellos para pasar inadvertido al Estado Mayor, en incursiones fronterizas de las que no siempre pude contar los detalles. Con su complicidad guardé secretos que habrían mandado a algunos a la cárcel, y a cambio obtuve lealtades duraderas. Viví, con el entusiasmo de mi juventud, el final de un duro mundo colonial que hoy sólo es posible imaginar mediante las novelas o el cine.

Cuando las cosas se torcieron, el director se mantuvo a mi lado. A partir de la Marcha Verde y la llegada de los marroquíes, mientras el gobierno cedía terreno y competencias, yo contaba lo que veía. Mis contactos con saharauis y españoles me permitieron confirmar en persona el abandono de puestos militares y el comienzo de la entonces guerra secreta del Sáhara. Aquello no gustaba en Madrid, donde moría Franco, ni en el cuartel general de El Aaiún, donde mis crónicas –ahí están las hemerotecas– irritaban a los cómplices de tan infame vergüenza. A causa de eso, la vieja benevolencia se convertía en hostilidad y presiones para que me retirasen de allí. Ya no les parecía un reportero jovencito y simpático.

Luis Ángel me informaba de todo, y siempre decía lo mismo: aguanta, te cubro, haz tu trabajo. Mientras yo esté aquí nadie te moverá de ahí. Y así fue. Hice mi trabajo, seguí contando lo que pasaba y las autoridades de Madrid y El Aaiún se encabronaron cada vez más. Luis Ángel seguía pidiéndome que aguantara, y lo hice. Me quitaron la habitación del Parador y me negaron alojamiento y comunicaciones, pero los amigos leales estaban para algo: fui a vivir al cuartel de la Policía Territorial, donde el teniente coronel López Huerta y el comandante Labajos –mi mejor amigo allí– me dieron una cama y me permitieron transmitir por su teléfono. 

En vísperas de Navidad llegó la llamada: «Arturo, he resistido hasta el final, pero la presión es terrible. Me obligan a sacarte. Manda una última crónica y despáchate a gusto, que no te tocaré una línea». Obedecí, envié esa crónica y abandoné El Aaiún, hace ahora exactamente cincuenta años. En cuanto llegué a Madrid, antes de ir a casa, me presenté en la redacción. «El director quiere verte», me dijeron. Subí a su despacho. Al verme entrar, Luis Ángel se me quedó mirando muy serio. «Me has dado muchos problemas, pero hiciste un buen trabajo», dijo. «Gracias, director», respondí. Entonces la expresión seria se transformó en sonrisa de lobo. «Ahora te mando de corresponsal a Argelia –dijo– para que les sigas dando por saco desde allí». Y eso fue lo que hice.

Y, bueno. Luis Ángel de la Viuda Pereda. Un periodista. Aquel director que tuve.